Hace muchos años, cuando a cualquier chango se le preguntaba “y vos ¿qué querés ser cuando seas grande?” en general, el orgullo llevaba a contestar “Presidente”. Era un rango de primera jerarquía, el que todos querían alcanzar más como un sueño imaginario que por el conocimiento pleno de lo que representaba institucionalmente ese escalón. Hoy, ya sea por la paupérrima educación vigente y/o por la pobreza que todo lo carcome en la Argentina, ya casi no hay quien desee desde la infancia obtener ese logro.

Hay que sumarle también a esos dos poderosos condicionantes, que la política viene devaluada desde hace tiempo y que la terrible degradación que ha tenido la investidura presidencial con los años ha hecho que el máximo cargo se haya humanizado y bajado del pedestal. La ciudadanía, en general, hoy percibe que casi nadie llega a la Casa Rosada con espíritu republicano, ya que hay mucho en juego y la política es cada vez más “por guita”, tal como se podría decir brutalmente sin aquella candidez propia de los niños.

Tampoco los últimos presidentes han sido buenos ejemplos: Cristina Kirchner viene trajinando los Tribunales con causas de enriquecimiento; a Mauricio Macri lo perdió lo timorato que fue en su gradualismo y justamente ahora, Alberto Fernández está gravemente en la picota no sólo por lo decepcionante que resultó ser su gobierno, sino por lo que para la Justicia es de momento la fuerte sospecha de una recurrente vileza de su parte, descargada sobre quien fuera su pareja, Fabiola Yáñez.

Por lo terrible de lo que se está sabiendo en estos días, ya sea de parte de la denunciante, quien lo acusa de violencia de género, acoso institucional y hasta de haberla inducido a practicarse un aborto, Fernández ha quedado encasillado en el prototipo del machista iracundo y golpeador. Pero no sólo eso, sino además se lo tiene por acosador de mujeres, algunas del propio entorno de su ex, ha dicho la misma Fabiola. El caso representa el colmo de la decadencia, circunstancia que ha sumido por estas horas a buena parte de la sociedad en una tristeza inaudita, por lo escandaloso de un episodio más que difícil de aceptar.

A esa carrera por la involución del orgullo de ser Presidente, portar la banda y el bastón y sentarse en el sillón de Rivadavia, ha llegado a la Casa Rosada hace ocho meses y unos días Javier Milei. Está claro que el actual mandatario es bien distinto a su antecesor, una individualidad de tono diferente, un desprejuiciado natural que actúa al tono de los tiempos, alguien que, con esa impronta, ha sabido imponer la personalidad disruptiva que lo distingue. Igualmente, tal desparpajo, hay que decirlo, tampoco contribuye a aquella vieja figura del pedestal. 

Es evidente también que, de esa manera, ha captado voluntades y apoyos y lo sigue haciendo, sobre todo entre los jóvenes más descontracturados, quienes se reflejan en él quizás porque son hijos de la decadencia argentina y quizás también porque nunca tuvieron aquel sueño de ser Presidente. A ellos, el modo violento que suele utilizar a veces el actual mandatario para comunicar les interesa poco y nada, ya que consideran todo lo demás como un careteo insoportable. Por eso lo apoyan y él lo sabe.

“Lo que están diciendo (los imbéciles) es que los dólares los tengo que comprar con emisión, que le rompa el c... a todos los argentinos para pagar la deuda. Por eso, son unos tremendos hijos de remil p...”. Un rato antes, Milei había confesado casi como al pasar, en una charla que dio el jueves pasado ante un auditorio absorto, que “el número (de superávit fiscal) de julio da negativo” y lo había justificado técnicamente “por la gran carga de intereses”.

Está más que claro que el Presidente no cree en las formalidades y que, por eso, también ataca sin piedad al periodismo crítico, al que lapida y agravia sin miramientos. Lo cierto es que él no necesita ser grosero para hablarle a la gente, aunque piense que lo apoyan porque adopta el papel de ser el más guapo de la cuadra. Señalar dicho disvalor institucional de parte de Milei no representa una pacatería ni un “ensobre”, sino tratar de marcar que la que sufre un poco más todavía con dicho estilo es la figura presidencial.

Quizás él creyó que necesitaba decir ese párrafo tan agraviante para enmascarar la mala noticia y los insultos fueron parte del humo que le puso al show. Dos más dos en esto, parecen sumar cuatro, pero nunca es bueno un Presidente que avasalle y trate de imponer degradando a su vez a todo el mundo. Si algo tiene el liberalismo es la tolerancia, valor que Milei disimula porque seguramente sí lo ha mamado, pero los cráneos del corto plazo le sugieren que se haga el ‘enfant terrible’ porque es eso lo que gusta.

Ocurre que más allá de las intrigas de Palacio que lo rodean, como a todo Presidente que se precie, el actual vive encerrado también entre paradojas y trampas, donde todo tiene que ver con todo. En el rubro que él mejor domina, la economía, sabe mejor que nadie que su destino es el de administrar la manta sucia y agujereada que le dejaron, pero además corta por definición.

Así, el déficit/superávit (gastos vs ingresos), la emisión, el tema cambiario, el nivel de Reservas, el maldito cepo, el ingreso de capitales y, para pegarle fuerte a la inflación, la natural recesión que aparece, ataca y deteriora el nivel de actividad y el empleo, son varias entre otras, las piezas que debe encastrar. Todos esos condicionantes son los que le ponen un tope a la velocidad de crucero que el gobernante debe elegir, cuestiones que le bullen en varios frentes y que, unidas entre sí, se desacomodan al primer suspiro. Si te tapás la cabeza, te destapás los pies, es sabido. Más allá de tantos cruces de variables, las que hay que calibrar al milímetro en la etapa de sintonía fina, tras haber abandonado la poda gruesa de la primera hora, el tema caballito de batalla del Gobierno son los precios. El meritorio 4% de inflación promedio de julio tiene todas las posibilidades de ser un piso y quizás ahora el Gobierno debería cambiar la motosierra por un taladro para lograr perforarlo. En opinión de muchos analistas, los mismos a los que Milei ataca y a quienes llama “econochantas” no porque no sepan, sino porque no piensan como él, habrá que coexistir con este nuevo nivel inflacionario durante algunos meses antes de bajar escalón por escalón, rumbo a un dígito mensual.

Los ejemplos de otros países que pasaron por un proceso similar (baja abrupta de los precios, piso y un segundo round, acompañado de reformas estructurales), son conocidos y no fueron meses, sino años: Israel (1985-1987), el programa de estabilización de la Polonia post-comunista, el del Perú de Fujimori, México 87, el Plan Real de Brasil y, aunque finalmente fallido, hasta el mismísimo Austral de la Argentina. Han sido muchos los casos de países que han pasado por un proceso de rápida baja de la inflación, tal como se ufana el gobierno nacional, seguido por un período de estancamiento antes de lograr una reducción sostenida a niveles de un solo dígito.

El éxito final en casi todos estos casos, generalmente dependió de la rapidez en la implementación de las reformas de fondo y de la disciplina en las políticas fiscales y monetarias. En esta operación tan delicada anda ahora el Presidente, tratándole de sacar punta al lápiz para llevar adelante el plan antiinflacionario que eligió desarrollar, mientras usa trucos discursivos elementales para meterle mística a la tropa, para evitar críticas y para que el fervor popular de los primeros meses no decline, tal como parece ocurrir suavemente.  Políticamente, el grave caso de su antecesor le ha venido a Milei como de anillo al dedo para desviar la atención por un rato, más allá de ser un ariete fenomenal para poner sobre la mesa también el manifiesto error de Cristina al elegirlo. El progresismo quedó en la lona y el peronismo deberá ver si puede reciclarse una vez más.

Los casos de violencia gubernamental derivados del lenguaje del actual mandatario como el de los aberrantes actos atribuidos a Fernández son parte de una investidura que se degrada cada vez más y que ya no es la meta soñada por ningún niño. No es lo mismo. ¡Claro que no es lo mismo!  Las dos agresiones difieren en la escala y en la forma de violencia, pero ambas tienen en común que atentan contra la solidez de las instituciones. El expresidente está de vuelta y condenado socialmente, pero el actual aún tiene tiempo para repensar ese tipo de actitudes. Que sepa que, cuando el péndulo regrese, se le volverán en contra.